18 de abril de 2014

La guardiana


La brisa primaveral perfumaba aquel bosque que nunca moría, pues siempre era primavera en aquel lugar. Los dragones libélula volaban por el cielo diurno, iluminando el paisaje con el destello que producían los rayos del sol al encontrarse con las escamas que recubrían sus largos y estilizados cuerpos. Además, sus rugidos hacían que aquella escena fuera hermosa y enigmática a la vez.

Mientras la naturaleza se manifestaba en todo su esplendor, había una chica paseando tranquilamente. Aunque aparentemente no había ningún sendero dibujado en el caos de árboles y flores que formaban aquella explosión de vida, ella se desenvolvía a la perfección sin necesidad de alterar aquella exuberante belleza. De hecho, a juzgar por las rosas rojas que llevaba a modo de broche en el lado izquierdo de su cabeza, resultaba evidente que el bosque era su hogar.

No mucho después llegó a un claro y se paró a descansar, a pesar de que no lo necesitaba realmente. Dejando que su cuerpo delgado descansara sobre la hierba, se tumbó cómodamente y dirigió su mirada de color escarlata al cielo, donde pudo reconocer el resplandor de las alas de Lupherna, su dragón libélula. Ella volaba tan alto que seguramente no se habría percatado de su cariñosa mirada. Pero a Eyren aquello no le importaba. Con saber que su amiga estaba bien era más que suficiente para ella. Desgraciadamente, ella no podía decir lo mismo.

Llevaba unos días sintíéndose enferma. Notaba un calor sofocante recorriéndole todo el cuerpo. Si fuera humana, lo primero en lo que pensaría sería en que su joven cuerpo estaba despertando de una manera que ella ni siquiera comprendía. De hecho, ¿por qué ella sabía ese detalle de los humanos, si nunca había conocido a ninguno? No, aquello no tenía nada que ver con reproducirse. Especialmente si recordaba aquella imagen que invadía su mente: un león blanco arrojando llamas por su amplia boca. No sabía lo que significaba. Y lo cierto es que en aquel instante aquello no tenía sentido alguno, salvo un posible temor reverencial al fuego. Pero ella sabía que eso no tenía nada que ver.

Antes de permitirle a su hipotética enfermedad el recaer en aquella visión que era incapaz de comprender, Eyren decidió incorporarse y seguir con su travesía, pero en lugar de continuar a pie, desplegó unas magníficas alas de golondrina más negras que la mismísima oscuridad y emprendió el vuelo, sin alejarse demasiado de la fresca protección que le brindaba el bosque.

Entonces, cuando la brisa agitaba su pelo negro, comprendió que lo que le sucedía no era una enfermedad ni nada parecido.

El león de la leyenda había despertado. Y su deber como Guardiana Suprema era ayudarle a saber quién era realmente.

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