11 de julio de 2018

Lágrimas de Eryth


El atardecer teñía de naranja aquel océano que tantas veces le había reconfortado observar desde aquel pequeño pedazo de costa. Desde allí podía admirar la tumba flotante en la que se había convertido Alcamoth, la ciudad que antaño había sido su hogar. Aún le resultaba extraña la ausencia de Ínsula en lo más alejado del horizonte, haciendo de aquel ritual de relajación algo sobrecogedor.

En ese momento, se sorprendió llorando. Su padre, Kallian, los éntidas… ¿Estaba lista para afrontar tantas pérdidas en tan poco tiempo? ¿Y si realmente ella no era la esperanza de aquel mundo que estaba por perecer? Era cierto que no había nada que deseara más que hacerle pagar a Zanza por todo el dolor que le había causado a los suyos por haberlos convertidos en telethias. Eso por no hablar de los innumerables que había causado a nopon y humas por igual. Todo por llegar a aquel día en el que la existencia como ella la conocía debía morir.

Pero, a pesar del miedo y el dolor, sabía que contaba con la fuerza necesaria para decidir sobre su futuro. No había viajado y luchado todo aquel tiempo para rendirse cuando toda la creación necesitaba su entereza.

El cielo comenzó a oscurecerse a la par que Melia se perdía en sus pensamientos. Pero sus ojos ya no miraban el paisaje del Mar de Eryth, tan solo buscaban la paz interior que anhelaba para seguir adelante.

Entonces, recordó las últimas palabras de su hermano. Y, como si uno de sus hechizos se tratara, las dudas y la incertidumbre se desvanecieron. Poco importaba si ella era una Antiqua o si era la esperanza de los éntidas. Ella era Melia. Ella iba a hacerlo.

Antes de que los demás notaran su ausencia, se puso en pie y enjugó como pudo las pocas lágrimas que quedaban en su rostro. Una vez su visión se aclaró del todo, la lluvia de estrellas la envolvió en su efímera belleza. Aquello debía ser una señal. El futuro estaba en sus manos, y no pensaba dejarlo ir.

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