15 de febrero de 2015

Sephiroth's Inferno - Capítulo 2: Aqueronte

La fragancia a flores y las llamas del atardecer que reinaban en Evesalam pronto se vieron sustituidas por un olor a azufre y un cielo oscuro y lleno de fuego. Era como si hubiera llegado a otro mundo, lleno de dolor y penitencia.

No había nada a mi alrededor. Solo tierra. No había nadie ni nada. Una meseta yerma que, al parecer, había que cruzar para llegar al río. Lo único que realmente existía en aquel paraje desolador era el portal que Inoru y yo acabábamos de cruzar, idéntico al que habíamos dejado atrás en Evesalam, pero sin la sustancia que ondeaba dentro de él ni las palabras grabadas. Era un simple círculo de piedra. Una puerta que solo se podía cruzar desde el otro lado.

—Espero que estés preparado para todo lo que vas a ver aquí. Este viaje no es fácil, Sephiroth. Pero está escrito que lo superarás.

—Gracias por destriparme el final —respondí lleno de ironía, intentando vanamente darle un toque de humor a la situación. Aunque sabía que no iba a funcionar con ella.

Sin mediar más palabras entre nosotros, Inoru tomó la ventaja y comenzó a andar, como si supiera ver el camino que había que seguir en ese suelo muerto. Verla caminar resultaba bastante paradójico, pues sus prendas de hojas y sus broches de rosas blancas eran la contraparte de la tierra que nos tocaba cruzar. Era como si la vida se estuviera abriendo paso a través de la muerte. Solo que en este lugar ya no hay vida.

Fue difícil seguir el ritmo, pues empezaba a hacer un calor algo molesto. Tanto, que decidí que era mejor que me quitara mi capa y la abandonara allí. Me sentiría un poco desprotegido, pero aún podía llevar conmigo la Masamune, por si acaso. Así, teniendo por única vestimenta mis pantalones y mis botas manchadas por el incidente de hacía un rato, me dispuse a seguirle el ritmo a mi guía.

La larga travesía y el calor me estaban haciendo daño, pues me notaba sediento y cada vez más cansado. La caminata que tuvimos que dar en Evesalam no fue tan pesada debido a que el ambiente era más fresco. Aquí, en cambio, cada paso se iba convirtiendo en una tortura que, tarde o temprano, desembocaría en una fatiga mortal.

—No queda mucho para llegar. Sería buena idea que descansáramos allí.

No quise responder, pero era obvio que estaba fatigado. Aunque mi forma física era muy buena, yo no estaba preparado para soportar aquellas condiciones tan extremas. Mi respiración y mi cuerpo sudado me delataban. Necesitaba un respiro, y cuanto antes.

Sin embargo, cuando divisé a lo lejos un grupo de palmeras, me sentí interiormente recuperado. Aunque al parecer aún quedaba un trecho para llegar al Aqueronte, Inoru había dado con un lugar para poder reponernos del esfuerzo, aunque ella seguía igual de enérgica y vital que cuando nos encontramos. Así, sin pensar en la posibilidad de si era un espejismo o no, corrí hacia donde vi aquel oasis, ignorando los gritos de mi garganta, que me suplicaba un trago infinito de agua bien fresca.

Mi vista me había traicionado, pues aquel paraje estaba más lejos de lo que había calculado. Por ello, en lugar de administrar las pocas energías que me quedaban, las malgasté corriendo movido por la esperanza. Por eso, hubo un trecho que tuve que recorrer prácticamente arrastrándome por aquella tierra seca y caliente. No obstante, mi esfuerzo mereció la pena, pues el oasis era real.

No quise pedirle ayuda a Inoru, pues aunque sabía que era fuerte, en cierto modo ya le debía la vida. No quería deberle más favores a un ser del que solo sabía su nombre y poco más. Aunque era muy afable, tenía la impresión de que me escondía algo. En principio, que me guardara un secreto o más no me resultaba un motivo lo suficientemente sólido como para desconfiar de ella. Pero sí para tomar mis precauciones.

—¿Estás bien? —me preguntó mirándome con cara de auténtica preocupación.

Quise responderle e intentar tranquilizarla, pero me sentía tan exhausto que ya ni los estertores podían salir de mi boca. ¿Por qué me sentía tan débil en este lugar? Para mi sorpresa, en lugar de abandonarme y dejarme morir del todo, el hada vampiro sacó fuerzas de flaqueza y me tomó por el brazo derecho, pasándoselo por los hombros. Y, a continuación, usó su brazo izquierdo para agarrarme por la cintura.

—Pronto estaremos allí. Aguanta —me anestesió con las notas de su voz.

Fueron unos minutos interminables, pues yo era incapaz de valerme por mí mismo y mi acompañante tenía ciertos problemas para cargar con mi peso. Aunque aparentaba estar bien, empecé a notar su piel ligeramente sonrosada bastante sudorosa. Ella también necesitaba descansar y reponerse. Su esfuerzo terminó por verse recompensado, pues conseguimos entrar en aquel refugio verde.

Inoru me soltó casi como si fuera un simple saco de patatas, pero estaba tan cansado que ni siquiera me quejé. De hecho, me sentía como si hubiera dejado de pertenecer al mundo. No era consciente de nada, salvo de mi propia fatiga. Hasta que una buena cantidad de agua acabó empapándome la cara.

—¡Hooooola! ¿Te sientes mejor?

Sonreí a modo de agradecimiento, pues ciertamente me había sentado bastante bien. Aún me sentía cansado, pero al menos ya no era víctima de aquel calor sofocante y la sequedad de garganta.

—Has encontrado agua, ¿podrías decirme dónde?

—¡Claro! —me sonrió mientras me respondía—. Si te levantas verás claramente donde.

Hice caso a mi guía y me incorporé. Necesitaba beber muchísima agua y refrescarme por completo, amén de limpiar mis botas. Seguramente esta fuera la única oportunidad de hacerlo, y no quería desaprovecharla. No tardé en divisar el pequeño lago que ocultaban las palmeras, así que me arrodillé ante él y, usando mis manos a modo de cuenco, las metí en el agua y me las llevé a la boca. El líquido estaba fresco, por lo que bebí hasta quedarme totalmente satisfecho. En cuanto a mis botas, con meterlas y sacudirlas un poco dentro del estanque quedaron limpias. Una vez que hice todo esto, volví con Inoru, que había preparado dos camas improvisadas con lo que había podido encontrar en el oasis. Era hora de descansar.

***

Al contrario de lo que pensaba, había podido dormir sin contratiempos. Además, mi guía se había tomado la molestia de buscar dátiles, por lo que habíamos tenido un desayuno más o menos decente, dada nuestra situación. Sabiendo que el Aqueronte no estaba muy lejos de allí, abandonamos el oasis. Nuestro destino nos esperaba.

No nos alejamos mucho de nuestro punto de partida cuando comencé a escuchar un ruido lejano. No podía identificarlo con claridad, pero me ponía los pelos de punta. Intrigado, no me quedó más remedio que continuar la travesía. Y, con cada paso, el ruido iba tomando forma, hasta que llegamos a un acantilado y comprendimos que todo lo que hablaban sobre el Infierno era totalmente cierto.

Lo primero que nos llamó la atención tanto al hada vampiro como a mí fue la ingente cantidad de almas que esperaban su turno para cruzar el río, cuyas aguas eran de un tono escarlata que, sin lugar a dudas, delataba que aquellas aguas en realidad estaban formadas por la sangre de los condenados.

La única forma de bajar ese acantilado era valiéndose de las rocas que sobresalían en aquella pared casi vertical. No parecía muy difícil, así que, en lugar de utilizar mi ala y descender volando, lo hice siguiendo el camino que parecían marcar las rocas.

Una vez llegamos a la orilla del Aqueronte, tanto Inoru como yo nos sentimos un poco agobiados por la gran cantidad de condenados que allí había. Eran tantos que allá donde mirara no hacía más que ver sus almas, esperando nuevos tormentos que estaban reservando para castigar sus pecados en vida. Algunas almas aceptaban su destino y se mostraban firmes. Otras, temerosas de lo que podía ocurrirles, estaban encogidas en el suelo, llorando en posición fetal. Lo que siempre estaba presente en sus miradas era el terror y la incertidumbre.

—En cuanto Caronte vuelva, podremos cruzar el río. Tengo dos monedas de oro, así que tenemos más que suficiente para cruzar nosotros.

—Espera… ¿Hay que pagar para cruzar?

—¡Claro! Si no tienes dinero, Caronte se niega a llevarte y te toca esperar en esta orilla hasta que El maligno te reclama. Pero él se niega a llevar viajeros gratis.

—Vaya, me sorprende que incluso en este lugar haya alguien haciendo negocio…

Resignado ante tal revelación, no me quedó más remedio que esperar a que el infame barquero apareciera para llevarse un nuevo «cargamento» de condenados. Pero, ¿y si los únicos que podíamos pagar el viaje hasta la otra orilla éramos mi guardiana y yo? En cualquier caso, no nos quedaba otra alternativa salvo avanzar. No obstante, mientras nuestro destino surcaba las aguas sanguinolentas, me aparté de la multitud y de los gritos de terror, pues necesitaba disfrutar de unos momentos de soledad. Era perfectamente consciente de que no volvería a estar solo en ese viaje.

De repente, mi pie izquierdo se topó con algo. Al principio pensé que sería una piedra, pero bajé mi mirada y encontré que lo que había pisado era un pequeño saquito. La curiosidad me embargaba, así que lo tomé y lo abrí. Eran monedas de plata. No las conté, pero había un papiro bien enrollado en el interior, así que lo saqué y lo leí para mis adentros.

Dudo que alguien encuentre esto algún día, pero necesito purgar mi culpa antes de ser condenado al ardiente frío que me espera en los cocitos del Noveno Círculo. Soy Judas Iscariote, quizá el traidor más grande después de El maligno y de Caín. Vendí por treinta míseras monedas de plata la vida de mi Mesías, por lo que traicioné a toda la humanidad con mi codicia.

La vergüenza y el arrepentimiento fueron tan grandes que opté por acabar con mi miserable vida ahorcándome. No ores por mí, pues yo mismo vendí mi única esperanza de salvación.

Después de leer el mensaje que había dejado el dueño de aquel vil metal, enrollé el papiro dejándolo tal y como lo encontré, lo metí de vuelta en el saquito y lo abandoné justo donde lo había encontrado. Al lugar donde iba no iba a necesitar esas monedas ni esa confesión. Aunque fuera una información valiosa de lo que me esperaba si avanzaba.

Opté por volver junto a Inoru y esperar juntos a Caronte, pero justo alcancé al hada, noté que la sangre del río se movía de una forma más violenta de lo esperada. Eso quería decir que nuestro transporte estaba a punto de llegar. No podía divisarlo, pues el curso del río era bastante enrevesado, pero a juzgar por el movimiento de las aguas, se podía adivinar que la embarcación era bastante grande.

La espera se hizo interminable, pero cuando Caronte llegó hasta donde estábamos esperándole, tanto el hada vampiro como yo nos quedamos sobrecogidos. El barco era tan grande que podría llevar en él a todos los que estaban en esa orilla del río sin mayor esfuerzo.

En cuanto al barquero, yo me imaginaba un anciano frágil y un tanto protestón. Sin embargo, me encontré a alguien que de seguro superaba los dos metros y medio de estatura, joven y musculoso. Sin embargo, no llevaba remos ni ningún instrumento para guiar el barco. Lo que sí poseía eran dos látigos, uno en cada mano. Cuando vi que el navío era propulsado por ocho remeros, entendí la finalidad de aquel instrumento.

¿Acaso remar entre orilla y orilla y ser azotado también era un castigo? Porque, si así lo era, todos los que estábamos aquí nos encontrábamos igual de perdidos. Hombres y mujeres, niños y ancianos, humanos o no, todos teníamos en común tan solo una cosa: la condena que nos esperaba en la otra orilla. Y algunos ni siquiera necesitaban cruzar el Aqueronte para conocer su condena.

—¡Perded vuestra esperanza, criaturas malditas! —gritó el gigante antes de lanzar un puente de madera para que todos los que podíamos pagar el viaje pudiéramos subir—. ¡Quien aquí sube, acepta su destino y su condena!

Aunque la advertencia que encontramos en el portal de Evesalam era muy clara, las palabras de Caronte no dejaban lugar a dudas: quien entraba en el Infierno no podría salir ni ser redimido. Solo ser castigado hasta que el todo fuera la nada. Hasta el fin de los días.

—Es hora de embarcar, Sephiroth —susurró mi acompañante en un soplido casi inaudible. Ella también se sentía intimidada.

—Tenemos que hacerlo. Ya no hay vuelta atrás.

Sin más, Inoru me tendió una de las dos monedas de oro. Sin ella, seguramente Caronte me cogería con sus brazos y me tiraría al Aqueronte sin darme oportunidad alguna. Y no quería ahogarme en un río de sangre.

El hombre, cubierto por una parca negra como la que llevaba la Muerte, me arrebató la moneda justo en el mismo instante en el que puse el pie en su barco. Sin preguntarme ni nada. Solo actuó. Y así hizo con todos los que embarcamos en aquel viaje. Éramos muchísimos, así que ni me molesté en detenerme en contar.

Lo único que sí merecía mi atención en aquellos instantes era el estado de la espalda de los remeros. Las heridas producidas por los latigazos que debía darles Caronte para que remaran eran tan profundas que la piel estaba abierta, dejando que la sangre saliera de sus cuerpos. Además, al no llevar nada de ropa no había nada que pudiera protegerles de aquel castigo. En algún momento iban a caer presos de la fatiga, lo que significaba que esas pobres almas serían sustituidas por otros condenados. Y, así, el ciclo se repetiría sin final.

Aunque los gritos se habían vuelto la banda sonora de este lugar y el olor a azufre y a hierro eran lo más normal en este mundo, me encogí sobre mí mismo, dejando que mi pecho desnudo se encontrara con mis rodillas. Aunque gracias a Inoru había podido despejar mi cabeza, lo cierto es que aún tenía muchas preguntas en mi cabeza. De hecho, ella me daba razones para tener aún más incógnitas por resolver.

Para empezar, ¿cuál era el propósito de mi viaje? ¿Yo también era un condenado? Y, en el caso de que lo fuera, ¿qué clase de condenado? ¿Cuál sería mi tormento? ¿Realmente no había forma de escapar al castigo eterno?

Intenté evadirme buscando el sonido de las aguas de color carmesí chocando contra la madera del barco, así como el chasquido de los látigos, que se encontraban con los cuerpos débiles y doloridos de quienes propulsaban el navío. Así, el viaje se me hizo más llevadero. Tanto, que casi me quedo dormido entre aquella multitud de almas heridas por sus propias faltas. Lo único que pudo sacarme de mi estupor fue el impacto contra la otra orilla, claro indicador de que ya habíamos cruzado.

—¡Salid, malditos! ¡Minos os espera en el Limbo para daros vuestro merecido!

Poco a poco, todas aquellas personas descendían por la rampa de madera, para internarse en el Primer Círculo. En cambio, cuando mi guía y yo intentamos hacer lo mismo, Caronte me cogió por el hombro y me empujó hacia atrás, casi dejándome caer en el proceso.

—¡Eh, tú, melenas! Tengo que hablar contigo. Y con tu amiguita de las rosas en el pelo también. Esperaos a que todos estos pecadores se larguen.

Sin darnos oportunidad ni para llevarle la contraria, dejó que todos y cada uno de los pasajeros fueran abandonando su embarcación. Cuando solo quedaban los remeros aparte de nosotros, Caronte se acercó y comenzó a hablarnos.

—Me consta que sois algo así como unos invitados especiales de El maligno. No sé por qué diantres está interesado en un tío con una melena demasiado cuidada y una tipa rara con alas y rosas en el pelo, pero debe ser importante. Necesitaréis una cosa para pasar desapercibidos al Juez Minos. Ya sabéis, para que no os condene por error. Aunque os vendría muy bien una temporada aquí abajo.

Después de aquella verborrea que para algunos podría haber resultado incluso ofensiva, aquel grandullón rebuscó en el interior de su parca, buscando un objeto. Tras unos segundos que se nos hicieron bastante largos, nos ofreció con su mano derecha dos collares de oro, con un pequeño colgante formado por nueve pequeños círculos concéntricos.

—Nunca, bajo ningún concepto, debéis quitaros este amuleto. Si os lo quitáis, Minos os olerá allá donde estéis e intentará juzgaros. Así que más os vale no apartaros de él ni para dormir. ¿Me habéis entendido, mequetrefes?

No quisimos responder, así que Inoru y yo nos miramos de una forma muy cómplice y nos pusimos los colgantes sin rechistar. Yo al menos había ganado una respuesta, pero las preguntas eran tantas que el saber que yo no era un vulgar condenado prácticamente ni se podía considerar información.

Tras aceptar el obsequio de Caronte, abandonamos su medio de transporte y pusimos los pies en tierra firme. Pero, para mi sorpresa, en aquel lugar la tierra no era una masa compacta y polvorienta sin vida. Había hierba. Además, el olor a azufre que prácticamente tenía metido en la nariz estaba siendo sustituido por una suave fragancia floral. ¿Acaso me estaba volviendo loco?

—¡Vaya! He olvidado contarte cosas sobre el Limbo!

—¿Qué clase de cosas?

—Como puedes ver, este es el único lugar del Infierno en el que podrás encontrar plantas y flores. Para algunos es una prolongación de Evesalam, por lo que no forma parte del Infierno. Para otros, sí que forma parte, siendo la entrada real.

—De acuerdo. ¿Algo más que deba saber?

—Sí. En este círculo reciben castigo aquellos que, en vida, no conocieron la verdadera fe. ¿Cuál es? No lo sé. Pero al no ser personas realmente malvadas, se les deja aquí, sin mezclarlos con los que son considerados pecadores.

—Así que, más que castigar, aquí aíslan a aquellos que no creen en cierta deidad.

—Eso mismo.

—¡Vaya decepción!

Inoru suspiró, contrariada por lo que pensaba del primer lugar que íbamos a visitar. Al menos estaba cumpliendo con su supuesto deber de informarme. Aunque lo cierto es que, al parecer, ella no estaba capacitada para responder a mis preguntas. Lo único que presuntamente podía hacer era guiarme por el camino correcto hasta que pudiera encontrarme con aquel que se hacía llamar «El maligno».

No nos quedaba más remedio que caminar un poco para intentarnos en el Limbo, pues, al igual que el portal que nos había llevado hasta la otra orilla del Aqueronte, estaba algo alejado del río. No fue nada complicado encontrar el camino, pues estaba señalizado con piedras y adornado con flores de todos los tipos y colores. Encontré aquel paraje bastante irónico, pero sabiendo que ya era imposible retroceder, avancé a paso rápido, alcanzando en pocos instantes el grupo de personas que habían cruzado el río con nosotros y del que nos habíamos tenido que separar por petición de Caronte.

No mucho después, empezamos a divisar a lo lejos una gran verja de barrotes negros, presumiblemente de metal. La vegetación se enredaba en los alargados metales, dándole a la valla un toque bastante bello y salvaje. Había una gran puerta abierta, casi tan ancha como la vía que todos nosotros estábamos recorriendo.

Era evidente que aquellas rejas indicaban el inicio del Primer Círculo del Infierno: el Limbo. El lugar donde las almas que no habían conocido la verdad moraban por toda la eternidad.

6 de febrero de 2015

Forajido

El amanecer me acogía entre sus brazos, como había hecho todos los días de mi vida. La fogata de anoche ya estaba reducida a cenizas, mi caballo dormía después de un duro día de galope y mi petaca de whisky yacía olvidada cerca de mi improvisado lecho y sin una triste gota en su interior.

¿Podría haber escogido una vida fácil? Sí. Podría haber heredado el rancho de mi padre. Podría haberme convertido en el nuevo sheriff. Incluso, si hubiera sido un hombre de bien, podría haber llegado a alcalde.

Pero esa no era la vida que yo quería. Yo necesitaba algo más. Y por eso me convertí en un forajido.

La dulce brisa de la aventura acariciaba mi rostro cada día, mientras cruzaba cañones y estepas a lomos de mi único amigo. A veces me topaba con otros como yo, pero mi determinación era tan grande que al final sucumbían ante mí. No en vano, nunca había suficiente sangre en mi puñal ni suficiente pólvora en mis manos.

Cuando llegaba a un pueblo nuevo, solía encontrarme carteles con mi cara ofreciendo una cantidad bastante generosa por mi cabeza. A pesar de que los arrancaba sin disimulo alguno, nadie se atrevía a toserme. Ni siquiera en el burdel, donde olvidaba el frío de las noches en el desierto refugiándome entre los pechos de alguna muchacha.

Aunque mis paseos por zonas habitadas eran fugaces, mi fama como villano iba creciendo cada vez más. Y, a pesar de intentar no ceder a mis deseos de sexo y alcohol, eran dos tentaciones inevitables y que poco a poco me iban costando más caro.

El alba era un regalo que no estaba dispuesto a desaprovechar, así que me defendí de aquellos que me querían ajusticiar clavándoles mi daga y disparando con mi revólver. No obstante, sabía que cada puñalada y cada bala me acercaban un paso más a la horca.

Aun así, no tenía miedo, porque aunque me hicieran desfilar hasta el patíbulo y hacer que me encontrara con la Parca, había algo que ni esa cuerda podría quitarme: mi libertad.

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